sábado, 25 de marzo de 2017

cap 1


Dejó la toalla sobre el lavabo de mármol y se sentó desnudo en el breve sofá que había dispuesto al lado de su escritorio. A su lado, sobre una mesita de mármol, yacían amontanadas las revistas que le habían llegado esa mañana por el correo. Un ejemplar de Bewitched, de junio de 1971, llamó particularmente su atención: un número consagrado a las cofradías de libertinos que, en aquellos días, se reorganizaban, clandestinas, alrededor de las incipientes estribaciones del valle de San Fernando. El olor del tiempo de las hojas amarillentas disipó un poco las remanencias del pinesol que se escapaban del baño. Una nota sobre una fiesta en un rancho en Sun Valley llamó particularmente su atención. Celebraban un premio concedido a un pequeño productor de vinos de la zona. La secuencia de las imágenes, disociada en parte a la del texto, mas bien improvisado, mostraba el progresivo avance de la disipación y la embriaguez sobre los cuerpos. Mujeres que, en los primeros registros, aparecían relucientes en precisos vestidos de verano fueron desordenando sus sonrisas, torciendo sus maquillajes, sus escotes, a medida que el vino y la confusión de su mentes se fusionaban con las luces torcidas del crepúsculo. Libertinos que en la ciudad se mimetizaban en funcionarios, empleados, docentes, enfermeras, ahora se despojaban de sus disfraces y bebían vertiginosos o conversaban desnudos en los jardines. Poco a poco, las fotografías se concentraron alrededor de una piscina semicircular ubicada casi al centro de una amplia terraza que dominaba, desde un modesto promontorio, casi la totalidad del valle. A medida que la noche terminaba de abrirse y la policromía del cielo cedía ante el azul rugoso de las montañas, y las oquedades atrapadas por la penumbra y la extensa planicie se unían también a aquella lasitud sinuosa que vagaba por el aire, los vestidos se terminaron de descomponer, y las sandalias y las lencerías, las correas y los relojes, fueron quedando desperdigados de cualquier modo por la terraza, por los baños, por los jardines. Como movidos por una marea invisible, los cuerpos ebrios dejaban menos de entrelazarse, y la desnudez incrementaba sus destellos en sucesivos puntos. Aquellos seres anónimos ahora formaban parte de un ritual sin tiempo. Quince años después, esas estancias, esos ranchos, antes tranquilos y hasta abandonados, o vendidos en minucias luego de debacles financieras minuciosamente diseñadas, se convertirían en el epicentro elegido. Todo hace suponer que en aquellas celebraciones no solo se fornicaba y se bebía, sino que, también, se fueron planeando las desarticulaciones posteriores de la mente colectiva. Hubiera querido demorarse un poco más en esa fiesta, en ese tiempo, tratar de adivinar aquello que ocultaban dichas fotos, masturbarse, tomar notas, pero la voz aguda y triste de su abuela lo paralizó:

- Fer, ¿se puede?
- No, nona, me estoy cambiando. Acabo de salir de la ducha.
- Ya ok, ya llegaron tu tía y tu primo. Te esperamos en el jardín. No te demores.

Guardó sus revistas en una de las cajas que tenía debajo de su cama y se puso a escoger su ropa sin entusiasmo. Mientras se alistaba, iba contemplando desde su ventana la parálisis de la mañana gris sobre los edificios del malecón de Miraflores. Un par de veleros, a lo lejos, perserveraban contra las corrientes turbias del mar. El horizonte, detrás de todo, también, de algún modo, persistía. Hubiera preferido celebrar su cumpleaños en soledad, embriagarse tranquilo viendo pasar las partes del día desde su ventana. Se sirvió un último martini con jugo de naranja y puso en la cassetera otro poco del Paranoid.