EL ARTE DE MENTIR
Desde que escribí mi primer cuento me han preguntado si lo que escribía "era verdad". Aunque mis respuestas satisfacen a veces a los curiosos, a mí me queda rondando, cada vez que contesto a esa pregunta, no importa cuán sincero sea, la incómoda sensación de haber dicho algo que nunca da en el centro del blanco.
Si las novelas son ciertas o falsas importa a la gente tanto como que sean buenas o malas y muchos lectores, consciente o inconscientemente, hacen depender lo segundo de lo primero. Los inquisidores españoles, por ejemplo, prohibieron que se publicaran o importaran novelas en las colonias hispanoamericanas con eI argumento de que esos Iibros disparatados y absurdos -es decir, mentirosos- podían ser perjudiciales para la salud espiritual de los indios. Por esta razón, los hispanoamericanos leyeron ficciones de contrabando durante trescientos años y la primera novela que,
con tal nombre, se publicó en América española apareció sólo después de la independencia (en México, en 1816). Al prohibir no unas obras determinadas sino un género Iiterario en abstracto, el Santo Oficio estableció algo que a sus ojos era una ley sin excepciones: que las novelas siempre mienten, que todas elIas ofrecen una visión falaz de la vida.
Hace años escribí un trabajo ridiculizando a-esos--fanáticos arbitrarios, capaces de una generalización semejante. Ahora pienso que los inquisidores españoles fueron los primeros en entender -antes que los críticos y que los propios novelistas la naturaleza de la ficción y sus propensiones sediciosas.
En efecto, las novelas mienten -no pueden hacer otra cosa- pero ésa es sólo una parte de la historia. La otra es que, mintiendo, expresan una curiosa verdad, que sólo puede expresarse disimulada y encubierta, disfrazada de lo que no es. Dicho así, esto tiene el aire de un galimatías.
Pero, en realidad, se trata de algo muy sencillo. Los hombres no están contentos con su suerte y casi todos -ricos o pobres, geniales o mediocres,
celebres u oscuros- quisieran una vida distinta de la que llevan. Para aplacar -tramposamente- ese apetito nacieron las ficciones. ElIas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener. En eI embrión de toda novela hay una inconformidad y un deseo inalcanzado. (Significa esto que novela es sinónimo de irrealidad?
(Que los introspectivos bucaneros de Conrad, los morosos aristócratas proustianos, los anónimos hombrecillos castigados por la adversidad de Kafka y los eruditos metafísicos de los cuentos de Borges nos exaltan o nos
conmueven porque no tienen nada que ver con nosotros, porque nos es imposible identificar sus experiencias con las nuestras? Nada de eso. Conviene pisar con cuidado, pues este camino -el de la verdad y la mentira en el mundo de la ficción- está sembrado de trampas y los invitadores oasis suelen ser espejismos.
¿Qué quiere decir que una novela siempre miente? No lo que creyeron los oficiales y cadetes del Colegio Militar Leoncio Prado, donde -en apariencia, al menos- sucede mi primera novela, La ciudad y los perros, que quemaron el libro acusándolo de calumnioso a la institución. Ni lo que pensó mi primera mujer aI leer otra de mis novelas, La tía Julia y el escribidor, y que,
sintiéndose incorrectamente retratada en elIa, ha pubIicado luego un libro que pretende restaurar la verdad alterada por la ficción. Desde luego que en ambas historias hay más invenciones, tergiversaciones y exageraciones que recuerdos y que, al escribirlas, nunca pretendí ser anecdóticamente fiel a unos hechos y personas anteriores y ajenos a la novela. En ambos casos, como en todo lo que he escrito, partí de algunas experiencias aún vivas en mi memoria y estimulantes para mi imaginación y -fantaseé algo que refleja de manera muy infiel esos materiales de trabajo: No -se escriben novelas
para contar la vida sino para transformarla, añadiéndole algo. En las novelitas del francés Restif de La Bretonne la realidad no puede ser más fotográfica, elIas son un catálogo de las costumbres del siglo XVIII francés. En estos cuadros costumbristas tan laboriosos, en los que todo semeja la vida real, hay sin embargo algo diferente, mínimo y revolucionario. Que en ese mundo los hombres no se enamoran de las damas por la pureza de sus facciones, la galanura de su cuerpo, sus prendas espirituales, etc., sino, exclusivamente, por la belleza de sus pies. (Se ha llamado, por eso, "bretonismo" al fetichismo del botín.) De una manera menos cruda y explicita, y también menos consciente, todas las novelas rehacen la realidad -embelleciéndola o empeorándola- como lo hizo, con deliciosa ingenuidad, el profuso Restif. En esos sutiles o groseros agregados a la vida -en los que el novelista materializa sus obsesiones- reside la originalidad de una ficción. Ella es más profunda cuanto más ampliamente exprese una necesidad general y cuantos más sean, a lo largo del espacio y del tiempo, los lectores que identifiquen, en esos contrabandos filtrados a la vida, los oscuros demonios que los desasosiegan. ¿Hubiera podido yo, en aquellas novelas, intentar una escrupulosa exactitud con los recuerdos?
Ciertamente. Pero aún si hubiera conseguido esa proeza aburrida de sólo narrar hechos ciertos y describir personajes cuyas biografías se ajustaban como un guante a las de sus modelos, mis novelas no hubieran sido, por eso, menos mentirosas o más verdaderas de lo que son.
Porque no es la anécdota lo que en esencia decide la verdad o la mentira de una ficción. Sino que ella no sea vivida sino escrita, que esté hecha de palabras y no de experiencias vivas. AI traducirse en palabras, los hechos sufren una modificación profunda. EI hecho real -Ia sangrienta batalla en la que tomé parte, el perfil gótico de la muchacha que amé- es uno, en tanto
que los signos que pueden describirlo son innumerables. AI elegir unos y descartar otros, el novelista privilegia una y asesina otras mil posibilidades o versiones de aquello que describe: esto, entonces, muda de naturaleza, lo que describe se convierte en lo descrito. ¿Me refiero sólo al caso del escritor realista, aquella secta, escuela o tradición a la que pertenezco cuyas novelas relatan sucesos que los lectores pueden reconocer como posibles a través de su propia experiencia de la realidad?
Parecería, en efecto, que para el novelista de estirpe fantástica, que describe mundos irreconocibles y notoriamente inexistentes, no se plantea siquiera el cotejo entre la realidad y la ficción. Lo cierto es que sí se plantea,
pero de otra manera. La "irreaIidad" de la Iiteratura fantástica se vuelve, para el lector, símbolo o alegoría, es decir, representación de realidades, de experiencias que se puede identificar como posibles en la vida. Lo importante es esto: no es el carácter "realista" o "fantástico" de una anécdota lo que traza la línea fronteriza entre verdad y mentira en la ficción.
A esta primera modificación -la que imprimen las palabras a los hechos- se entrevera una segunda, no menos radical: la del tiempo. La vida real fluye y no se detiene, es inconmensurable, un caos en el que cada historia se mezcla con todas las historias y por lo mismo no empieza ni termina jamás. La vida de la ficción es un simulacro en el que aquel vertiginoso desorden se torna orden: organización, causa y efecto, fin y principio.
La soberanía de una novela no está dada sólo por el lenguaje en que está escrita. También, por su sistema temporal, la manera cómo discurre en ella la existencia: cuándo se detiene y cuándo se acelera y cuál es la perspectiva cronológica del narrador para describir ese tiempo narrado. Si entre las palabras y los hechos hay una distancia, entre el tiempo real y el de una ficción hay siempre un abismo. EI tiempo novelesco es un artificio fabricado para conseguir efectos psicológicos. En él el pasado puede ser posterior al presente -el efecto preceder a la causa- como en ese relato de Alejo Carpentier, Viaje a la semilla, que comienza con la muerte de un hombre anciano y continúa hasta su gestación, en el claustro materno; o ser
sólo pasado remoto que nunca llega a disolverse en el pasado próximo desde el que narra el narrador, como en la mayoría de las novelas clásicas; o ser eterno presente sin pasado ni futuro, como en las ficciones de Samuel
Beckett; o un laberinto en que pasado, presente y futuro coexisten, anulándose, como en The Sound and the Fury, de Faulkner.
Las novelas tienen principio y fin y, aun en las más informes y espasmódicas, la vida adopta un sentido que podemos percibir porque ellas nos ofrecen una perspectiva que la vida verdadera, en la que estamos inmersos, no nos da jamás. Ese orden es invención, un añadido del novelista, ese simulador que aparenta recrear la vida cuando en verdad la rectifica. A veces sutil, a veces brutalmente, la ficción traiciona la vida, encapsulándola en una trama de palabras que la reducen de escala y la
ponen al alcance del lector. Este puede, así, juzgarla, entenderIa, y, sobre todo, vivirla con una impunidad que la vida verdadera no Ie consiente.
¿Que diferencia hay, entonces, entre una ficción y un reportaje periodístico o un libro de historia? ¿ No están compuestos ellos de palabras? ¿No encarcelan acaso en el tiempo artificial del relato ese torrente sin riberas, el tiempo real? Se trata de sistemas opuestos de aproximación a lo real: en tanto que la novela se rebela y transgrede la vida, aquellos géneros no pueden dejar de ser sus escIavos. La noción de verdad o mentira funciona de manera distinta en ambos casos. Para el periodismo o la historia, depende del cotejo entre lo escrito y la realidad que la inspira: a más cercanía más verdad y a más distancia más mentira. Decir que la Historia de la Revolución Francesa de Michelet o la Historia de la Conquista del Perú de Prescott son "novelescas" es vejarIas, insinuar que carecen de seriedad. Documentar los errores históricos de La guerra y la paz sobre las guerras napoleónicas sería una perdida de tiempo: la verdad de la novela no depende de eso. ¿De qué, entonces?, De su propia capacidad de persuasión, de la fuerza comunicativa de su fantasía, de la habilidad de su magia.! Toda buena novela dice Ia .verdad y toda mala novela miente. Porque "decir la verdad" para una novela significa hacer vivir al lector una ilusión y "mentir” ser incapaz de lograr esa superchería. La novela es, pues, un género amoral, o, más bien, de una ética sui generis, para la cual verdad o mentira son conceptos excIusivamente estéticos. Arte "enajenante", es de constitución anti-brechtiana: si no hay "ilusión" no hay novela. De lo que Ilevo dicho, parecería desprenderse que la ficción es una fabulación gratuita, una prestidigitación sin trascendencla. Todo lo contrario: por delirante que sea, hunde sus raíces en la experiencia humana, de la que se nutre y a la que alimenta. Un tema recurrente en la historia de la ficción es: el riesgo que entraña tomar al pie de la letra lo que dicen las novelas, creer que la vIda es como ellas la describen. Los libros de caballerías queman el seso al Quijote y lo lanzan a los caminos a alancear molinos de viento y la tragedia de Emma Bovary no hubiera ocurrido si el personaje de FIaubert no intentara parecerse a las heroínas de las novelitas románticas que lee. Por creer que la realidad es como las ficciones, Alonso Quijano y Emma sufren terribles quebrantos. ¿Los condenamos por ello? No, sus historias nos conmueven y nos admiran: su empeño imposible de vivir la ficción nos parece personificar una actitud idealista que honra a la especie. Porque querer ser distinto de lo que se es, es la aspiración humana por excelencia. De ella ha nacido lo mejor y lo peor que registra la historia. De ella han nacido también las ficciones.
Cuando leemos novelas no somos eI que somos sino también los seres hechizados entre los cuales el novelista nos traslada. EI traslado es una metamorfosis: el reducto asfixiante que es nuestra vida real se abre y salimos a ser otros, a vivir vicariamente experiencias que la ficción vuelve nuestras. Sueño lúcido, fantasía encarnada, la ficción nos completa, a nosotros, seres mutilados a quienes ha sido impuesta la atroz dicotomía de tener una sola vida y la facultad de desear mil. Ese espacio entre la vida real y los deseos y fantasías que Ie exigen ser más rica y diversa es el que ocupan las ficciones. En el corazón de todas ellas lIamea una protesta. Quien las fabuló lo hizo porque no pudo vivirlas y quien las lee (y las cree) encuentra en sus fantasmas las caras y aventuras que necesitaba para aumentar su vida. Esa es la verdad que expresan las mentiras de las ficciones: las mentiras que somos, las que nos consuelan y desagravian de nuestras nostalgias y frustraciones. ¿ Qué confianza podemos prestar, pues, al testimonio de las novelas sobre la sociedad que las produjo? ¿Eran esos hombres así? Lo eran, en el sentido de que así querían ser, de que así se veían amar, sufrir y gozar. Esas mentiras no documentan sus vidas sino los demonios que las soliviantaron, los sueños en que se embriagaron para que la vida que vivían fuera mas llevadera. Una época no está poblada sólo de seres de carne y hueso; también de los fantasmas en que se mudan para romper las barreras que los limitan.
Las mentiras de las novelas no son gratuitas: lIenan las insuficiencias de la vida. Por eso cuando la vida parece pIena y absoluta y, gracias a una fe que todo lo justifica y absorbe, los hombres se conforman con su destino, las novelas no cumplen servicio alguno. Las culturas religiosas producen poesía, teatro, no novelas.
La ficción es un arte de sociedades donde la fe experimenta alguna crisis, donde hace falta creer en algo, donde la visión unitaria, confiada y absoluta ha sido sustituida por una visión resquebrajada y una incertidumbre sobre el mundo en que se vive y el trasmundo.
Además de amoralidad, en las entrañas de las novelas anida cierto escepticismo. Cuando la cultura religiosa entra en crisis, la vida parece escurrirse de los esquemas, dogmas, preceptos que la sujetaban y se vuelve caos: ese es el momento privilegiado para la ficción.
Sus órdenes artificiales proporcionan refugio, seguridad, y en ellos se despliegan, libremente, aquellos apetitos y temores que la vida real incita y no alcanza a saciar o conjurar. La ficción es un sucedáneo transitorio de la vida. El regreso a la realidad es siempre un empobrecimiento brutal: la comprobación de que somos menos de lo que soñamos. Lo que quiere decir que a la vez que aplacan transitoriamente la insatisfacción humana, las ficciones también la azuzan, espoleando la imaginación.
Los inquisidores españoles entendieron el peligro. Vivir las vidas que uno no vive es fuente de ansiedad, un desajuste con la existencia que puede tornarse rebeldía, actitud indócil frente a lo establecido. Es comprensible que los regímenes que aspiran a controlar totalmente la vida, desconfíen de las ficciones y las sometan a censuras. Salir de sí mismo, ser otro, aunque sea ilusoriamente, es una manera de ser menos esclavo y de experimentar los riesgos de la libertad.
Londres, junio 1984
viernes, 6 de mayo de 2011
jueves, 5 de mayo de 2011
Módulo 19. Técnicas literarias y periodismo
De Artículos Periodísticos Y De Sus Autores
Enrique Arias Vega
El articulismo es un vicio. Como el consumo de drogas, el juego o el sexo, puede convertirse en una psicopatía que enganche a su practicante y ya no le permita escapar de ella.
La comparación puede parecer exagerada. Hasta ridícula, si me apuran. Pero ya me dirán a qué vienen, si no, tantos blogs que inundan hoy día el espacio cibernético. Muchos articulistas eran antes meros autores de cartas a los directores de periódicos. Otros son políticos, intelectuales y gentes del común que han encontrado en la red electrónica un territorio sin fronteras donde exponer sus puntos de vista. Finalmente, también hay columnistas digamos que convencionales, los cuales han cambiado de medio expresivo o ampliado a él el soporte de sus reflexiones para conseguir así una mayor audiencia interactiva, que dicen.
En cualquier caso, el común denominador de toda esta fauna en la que me incluyo es la vanidad. Legítima, si se quiere, pero vanidad al fin y al cabo. Eso de poder contar las verdades de uno hasta al lucero del alba proporciona un placer especial e irrepetible. Luego resulta que casi nadie se entera de lo que uno dice, pero ése es otro cantar, intrascendente, incluso, para la satisfacción onanista del propio ego.
Pues bien. Llevado de esa malformación no sé si genética o adquirida, llevo escribiendo artículos, con mayor o menor intermitencia, desde hace cuarenta años. El articulismo es un género a caballo entre el periodismo y la literatura que han ejercido de forma virtuosa escritores a los que uno admira profundamente: en los dos últimos siglos, desde Mariano José de Larra a Manolo Vázquez Montalbán, pasando por Wenceslao Fernández Flórez.
La elaboración de los artículos, en principio, no parece que sea demasiado complicada. Uno de los mejores ejercientes del oficio, el exquisito dandy César González Ruano, explicaba a mediados del siglo pasado que “un artículo es como una morcilla: dentro puedes meter lo que quieras, pero tiene que estar bien atado por los dos extremos”. La suya, claro, es una manera cínica de mostrar un aristocrático desdén hacia lo que uno hace; lo cual, obviamente, constituye la más refinada de las vanidades.
El depositario de aquella confidencia de Ruano, Paco Umbral, es a su vez un prolífico autor y un magnífico columnista. Su caso demuestra mejor que ningún otro que el articulismo es una cuestión de estilo. Innovador del lenguaje y creador de expresiones y giros literarios, en la estela de Valle-Inclán, en Umbral predomina la forma sobre el fondo. Tanto es así, que ha podido decirse de él que lleva cuarenta años escribiendo un mismo y único artículo, modulándolo y adaptándolo en el tiempo, y troceándolo con meticulosa constancia para depositar luego la correspondiente dosis diaria en la página de su periódico. Se trataría, pues, de un artículo permanente e inacabado.
Éstas, como ven, son opiniones subjetivas y tremendamente osadas, además. Es lo que precisamente permite el género periodístico que comentamos: gracias a su brevedad, al estilo liviano en que se sustenta y a su carácter fugaz, pueden formularse semejantes aserciones injustificadas que en un ensayo, en cambio, exigirían páginas y páginas de eruditas explicaciones en que basarse.
A SHARON STONE
MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN
Marie Claire, Julio 1997
________________________________________
De parte de Manuel Vázquez Montalbán, escritor hispanocatalán y tal vez europeo o euroafricano, para ser más exacto.
Desde que la vi en «Instinto básico» me enamoré de usted con una intensidad sólo equivalente a la que en el pasado había sentido por Rita Hayworth en «Salomé» o por Fane Dunaway en «Bonnie and Clyde». Yo sólo puedo enamorarme de las estrellas del cine porque por las mujeres cotidianas sólo experimento compasión o nostalgia de alguna pasada compasión, en el supuesto caso de que el amor no sea un cóctel de compasión, nostalgia y unas gotas de la angostura del autoengaño. Me enamoré de usted a partir del momento en que cruza las piernas ante los policías, estrangulados aquellos hombres por ese tumor de deseo que suelen provocar las mujeres que se abren de piernas para insinuarse poseedoras de «la puerta estrecha que conduce a la ciudad doliente», metáfora dantesca, víctima el pobre Dante del terror católico al sexo femenino, único posible paraíso real capaz de competir con todos los paraísos virtuales controlados por las religiones, la telemática la última…Es usted la mejor «madre desnuda» de este fin de milenio, aunque en lontananza ya se insinúa una competidora que aún no ha acabado de connotarse en mi consciente de aprendiz de estrangulador de Boston. Me refiero a Emmanuel Beart, ante la que me contiene el haber amado en el pasado las canciones de su padre. ¿Es legítimo amar a la hija de uno de tus cantautores preferidos? No lo tengo claro y, mientras lo decido, dejo constancia de que usted reina en mi mirada interior cada vez que emprendo el viaje hacia el imaginario de la Ciudad del Sol.
Quedo a su entera o parcial disposición . martes, 15 de noviembre de 2005
Apuntes del Más Allá
Por Eduardo Galeano
Informaciones útiles. La tradición islámica prohíbe tomar vino en la Tierra, pero el Corán promete vino incesante en el Cielo. El Corán, que condena el adulterio en la Tierra, también promete bellas vírgenes y apuestos mancebos, disponibles en cantidad, para el goce eterno en el Jardín del Deleite que aguarda a los muertos virtuosos.
La tradición católica, amiga del vino en el Más Acá, no ofrece vino en el Más Allá, donde los elegidos de Dios serán sometidos a una dieta de leche y miel. Y según el dictamen del papa Juan Pablo II, en el Paraíso los hombres y las mujeres estarán juntos, pero “serán como hermanos”.
Por influencia de la vida ultraterrena o por otros motivos, hay 1300 millones de musulmanes y 1000 millones de católicos.
Pero quien mejor conoce el Cielo no es musulmán, ni católico. El telepredicador evangelista Billy Graham, cuyas luces orientan al presidente Bush en las tinieblas de este mundo, es el único ser humano que ha sido capaz de medir el reino de Dios. La Billy Graham Evangelistic Association, con sede en Minneapolis, ha revelado que el Paraíso mide mil quinientas millas cuadradas.
A fines del siglo veinte, una encuesta de Gallup indicó que ocho de cada diez estadounidenses creen que los ángeles existen. Un científico del American Institute of Physics (College Park, Md) aseguró que es imposible que más de diez ángeles puedan bailar al mismo tiempo en una cabeza de alfiler, y dos colegas del Departamento de Física Aplicada de la Universidad de Santiago de Compostela informaron que la temperatura del infierno es de 279 grados.
Mientras tanto, los servicios de telecomunicaciones de Israel dieron a conocer el número del fax de Dios (00972-25612222) y su sitio en Internet (www.kotelkam.com).
Página/12, Argentina.
El Paso, un peruano en el desierto de Texas Por Francisco Estrada
Fuente: Peru21, Lima 11/01/06
Miguel Ildefonso ganó el V Concurso Nacional de Cuento Premio Asociación Peruano Japonesa con su libro El Paso.
Su computadora reproducía videos del 'bello' David Bowie y, más arriba, un retrato del 'impresentable' Charles Bukowski dominaba la habitación del poeta Miguel Ildefonso. Por un momento, parecía que éramos parte de su libro de cuentos El Paso, donde es posible seducir a un travesti que, en realidad, es Lou Reed, o cantar, bien borracho, junto a José José, en una cantina cerca de la frontera entre Estados Unidos y México, o ser feliz bailando el Noa Noa...
Estas historias, inspiradas -en su mayor parte- en las experiencias que obtuvo Ildefonso mientras hacía una maestría en El Paso, Texas, le han permitido debutar con el pie derecho en la narrativa y ganar el V Concurso Nacional de Cuento Premio Asociación Peruano Japonesa. "Si me he demorado tanto en escribir en prosa es porque quería estar seguro de poder hacerla a mi gusto, bien musical", explica. Por ello no es gratuito que sea difícil definir algunas de las historias breves de El Paso como cuentos o poemas. "A diferencia de lo que hacía con la poesía, ahora soy más consciente del lector", refiere Ildefonso, pero su vocación poética lo traiciona -aunque sanamente-, pues su prosa se enriquece y conduce a viajes parecidos a los que enseñaba el Don Juan, de Carlos Castañeda, aunque a través de la lectura y sin peyotes psicotrópicos de por medio.
Enrique Arias Vega
El articulismo es un vicio. Como el consumo de drogas, el juego o el sexo, puede convertirse en una psicopatía que enganche a su practicante y ya no le permita escapar de ella.
La comparación puede parecer exagerada. Hasta ridícula, si me apuran. Pero ya me dirán a qué vienen, si no, tantos blogs que inundan hoy día el espacio cibernético. Muchos articulistas eran antes meros autores de cartas a los directores de periódicos. Otros son políticos, intelectuales y gentes del común que han encontrado en la red electrónica un territorio sin fronteras donde exponer sus puntos de vista. Finalmente, también hay columnistas digamos que convencionales, los cuales han cambiado de medio expresivo o ampliado a él el soporte de sus reflexiones para conseguir así una mayor audiencia interactiva, que dicen.
En cualquier caso, el común denominador de toda esta fauna en la que me incluyo es la vanidad. Legítima, si se quiere, pero vanidad al fin y al cabo. Eso de poder contar las verdades de uno hasta al lucero del alba proporciona un placer especial e irrepetible. Luego resulta que casi nadie se entera de lo que uno dice, pero ése es otro cantar, intrascendente, incluso, para la satisfacción onanista del propio ego.
Pues bien. Llevado de esa malformación no sé si genética o adquirida, llevo escribiendo artículos, con mayor o menor intermitencia, desde hace cuarenta años. El articulismo es un género a caballo entre el periodismo y la literatura que han ejercido de forma virtuosa escritores a los que uno admira profundamente: en los dos últimos siglos, desde Mariano José de Larra a Manolo Vázquez Montalbán, pasando por Wenceslao Fernández Flórez.
La elaboración de los artículos, en principio, no parece que sea demasiado complicada. Uno de los mejores ejercientes del oficio, el exquisito dandy César González Ruano, explicaba a mediados del siglo pasado que “un artículo es como una morcilla: dentro puedes meter lo que quieras, pero tiene que estar bien atado por los dos extremos”. La suya, claro, es una manera cínica de mostrar un aristocrático desdén hacia lo que uno hace; lo cual, obviamente, constituye la más refinada de las vanidades.
El depositario de aquella confidencia de Ruano, Paco Umbral, es a su vez un prolífico autor y un magnífico columnista. Su caso demuestra mejor que ningún otro que el articulismo es una cuestión de estilo. Innovador del lenguaje y creador de expresiones y giros literarios, en la estela de Valle-Inclán, en Umbral predomina la forma sobre el fondo. Tanto es así, que ha podido decirse de él que lleva cuarenta años escribiendo un mismo y único artículo, modulándolo y adaptándolo en el tiempo, y troceándolo con meticulosa constancia para depositar luego la correspondiente dosis diaria en la página de su periódico. Se trataría, pues, de un artículo permanente e inacabado.
Éstas, como ven, son opiniones subjetivas y tremendamente osadas, además. Es lo que precisamente permite el género periodístico que comentamos: gracias a su brevedad, al estilo liviano en que se sustenta y a su carácter fugaz, pueden formularse semejantes aserciones injustificadas que en un ensayo, en cambio, exigirían páginas y páginas de eruditas explicaciones en que basarse.
A SHARON STONE
MANUEL VÁZQUEZ MONTALBÁN
Marie Claire, Julio 1997
________________________________________
De parte de Manuel Vázquez Montalbán, escritor hispanocatalán y tal vez europeo o euroafricano, para ser más exacto.
Desde que la vi en «Instinto básico» me enamoré de usted con una intensidad sólo equivalente a la que en el pasado había sentido por Rita Hayworth en «Salomé» o por Fane Dunaway en «Bonnie and Clyde». Yo sólo puedo enamorarme de las estrellas del cine porque por las mujeres cotidianas sólo experimento compasión o nostalgia de alguna pasada compasión, en el supuesto caso de que el amor no sea un cóctel de compasión, nostalgia y unas gotas de la angostura del autoengaño. Me enamoré de usted a partir del momento en que cruza las piernas ante los policías, estrangulados aquellos hombres por ese tumor de deseo que suelen provocar las mujeres que se abren de piernas para insinuarse poseedoras de «la puerta estrecha que conduce a la ciudad doliente», metáfora dantesca, víctima el pobre Dante del terror católico al sexo femenino, único posible paraíso real capaz de competir con todos los paraísos virtuales controlados por las religiones, la telemática la última…Es usted la mejor «madre desnuda» de este fin de milenio, aunque en lontananza ya se insinúa una competidora que aún no ha acabado de connotarse en mi consciente de aprendiz de estrangulador de Boston. Me refiero a Emmanuel Beart, ante la que me contiene el haber amado en el pasado las canciones de su padre. ¿Es legítimo amar a la hija de uno de tus cantautores preferidos? No lo tengo claro y, mientras lo decido, dejo constancia de que usted reina en mi mirada interior cada vez que emprendo el viaje hacia el imaginario de la Ciudad del Sol.
Quedo a su entera o parcial disposición . martes, 15 de noviembre de 2005
Apuntes del Más Allá
Por Eduardo Galeano
Informaciones útiles. La tradición islámica prohíbe tomar vino en la Tierra, pero el Corán promete vino incesante en el Cielo. El Corán, que condena el adulterio en la Tierra, también promete bellas vírgenes y apuestos mancebos, disponibles en cantidad, para el goce eterno en el Jardín del Deleite que aguarda a los muertos virtuosos.
La tradición católica, amiga del vino en el Más Acá, no ofrece vino en el Más Allá, donde los elegidos de Dios serán sometidos a una dieta de leche y miel. Y según el dictamen del papa Juan Pablo II, en el Paraíso los hombres y las mujeres estarán juntos, pero “serán como hermanos”.
Por influencia de la vida ultraterrena o por otros motivos, hay 1300 millones de musulmanes y 1000 millones de católicos.
Pero quien mejor conoce el Cielo no es musulmán, ni católico. El telepredicador evangelista Billy Graham, cuyas luces orientan al presidente Bush en las tinieblas de este mundo, es el único ser humano que ha sido capaz de medir el reino de Dios. La Billy Graham Evangelistic Association, con sede en Minneapolis, ha revelado que el Paraíso mide mil quinientas millas cuadradas.
A fines del siglo veinte, una encuesta de Gallup indicó que ocho de cada diez estadounidenses creen que los ángeles existen. Un científico del American Institute of Physics (College Park, Md) aseguró que es imposible que más de diez ángeles puedan bailar al mismo tiempo en una cabeza de alfiler, y dos colegas del Departamento de Física Aplicada de la Universidad de Santiago de Compostela informaron que la temperatura del infierno es de 279 grados.
Mientras tanto, los servicios de telecomunicaciones de Israel dieron a conocer el número del fax de Dios (00972-25612222) y su sitio en Internet (www.kotelkam.com).
Página/12, Argentina.
El Paso, un peruano en el desierto de Texas Por Francisco Estrada
Fuente: Peru21, Lima 11/01/06
Miguel Ildefonso ganó el V Concurso Nacional de Cuento Premio Asociación Peruano Japonesa con su libro El Paso.
Su computadora reproducía videos del 'bello' David Bowie y, más arriba, un retrato del 'impresentable' Charles Bukowski dominaba la habitación del poeta Miguel Ildefonso. Por un momento, parecía que éramos parte de su libro de cuentos El Paso, donde es posible seducir a un travesti que, en realidad, es Lou Reed, o cantar, bien borracho, junto a José José, en una cantina cerca de la frontera entre Estados Unidos y México, o ser feliz bailando el Noa Noa...
Estas historias, inspiradas -en su mayor parte- en las experiencias que obtuvo Ildefonso mientras hacía una maestría en El Paso, Texas, le han permitido debutar con el pie derecho en la narrativa y ganar el V Concurso Nacional de Cuento Premio Asociación Peruano Japonesa. "Si me he demorado tanto en escribir en prosa es porque quería estar seguro de poder hacerla a mi gusto, bien musical", explica. Por ello no es gratuito que sea difícil definir algunas de las historias breves de El Paso como cuentos o poemas. "A diferencia de lo que hacía con la poesía, ahora soy más consciente del lector", refiere Ildefonso, pero su vocación poética lo traiciona -aunque sanamente-, pues su prosa se enriquece y conduce a viajes parecidos a los que enseñaba el Don Juan, de Carlos Castañeda, aunque a través de la lectura y sin peyotes psicotrópicos de por medio.
martes, 3 de mayo de 2011
Suscribirse a:
Entradas (Atom)